Fue lo primero que me dijo cuando nos sentamos frente a frente, en una mesa demasiado chica de un bar enorme y desierto. Pensé que había elegido ese sitio por temor a que yo fuese un fiasco. No era una cita completamente a ciegas, porque nos habíamos visto en fotos y teníamos amigos en común. Pero nunca nos habíamos cruzado ni hablado más que unas palabras por teléfono. Aún no llovía.
Otra tarde me dijo que me amaba. Yo no supe qué decir ni qué creer. No parecía una mujer solitaria, ni dependiente, ni necesariamente desequilibrada. Algunos meses después nos casamos. Dejamos la ciudad primero, el país luego, para que ella pudiera terminar sus estudios. Yo decía que mi trabajo podía ser hecho desde cualquier parte. Eso fue verdad hasta que tuve que dejar mi escritorio para seguirla por el mundo. Lo cierto es que nos instalamos cerca de Boston. El plan era estar allí dos años, que se hicieron casi cuatro.
Yo salía poco del departamento de una habitación que nos alquilaba la Universidad. El idioma no era un problema pero sí las distancias, el calor o el frío y mi voluntad. Teníamos vecinos. En su mayoría eran más grandes que nosotros, parejas extranjeras o de estados remotos. En el piso de arriba vivía una especie de adolescente tardío que estudiaba física teórica o lógica. En el de abajo, una mujer chilena, Mara.