sábado, 21 de septiembre de 2013

Celos - Por @eltopoerudito

―No conozco los celos, pero tampoco la confianza.

Fue lo primero que me dijo cuando nos sentamos frente a frente, en una mesa demasiado chica de un bar enorme y desierto. Pensé que había elegido ese sitio por temor a que yo fuese un fiasco. No era una cita completamente a ciegas, porque nos habíamos visto en fotos y teníamos amigos en común. Pero nunca nos habíamos cruzado ni hablado más que unas palabras por teléfono. Aún no llovía.

Otra tarde me dijo que me amaba. Yo no supe qué decir ni qué creer. No parecía una mujer solitaria, ni dependiente, ni necesariamente desequilibrada. Algunos meses después nos casamos. Dejamos la ciudad primero, el país luego, para que ella pudiera terminar sus estudios. Yo decía que mi trabajo podía ser hecho desde cualquier parte. Eso fue verdad hasta que tuve que dejar mi escritorio para seguirla por el mundo. Lo cierto es que nos instalamos cerca de Boston. El plan era estar allí dos años, que se hicieron casi cuatro.

Yo salía poco del departamento de una habitación que nos alquilaba la Universidad. El idioma no era un problema pero sí las distancias, el calor o el frío y mi voluntad. Teníamos vecinos. En su mayoría eran más grandes que nosotros, parejas extranjeras o de estados remotos. En el piso de arriba vivía una especie de adolescente tardío que estudiaba física teórica o lógica. En el de abajo, una mujer chilena, Mara.



Mara me gustó de inmediato. No era baja, ni alta, ni hermosa. Un gesto, un movimiento de su boca, me perturbó en cuanto lo vi y aunque no era algo que hiciera con frecuencia, me provocó añorarlo. Comencé a pensar en Mara a escondidas de mi mujer. Tenía presente la frase que inauguró nuestros diálogos y volví a darle importancia, pero en sentido inverso. Yo nunca había sentido celos, sí desconfianza, y no quería vivir en un estado policial dentro de mi casa. Por eso me dio un salto el corazón cuando Mara bajó la voz:


―¿Son celosos?

Estábamos cenando los tres en esa hora indecente en la que cenan los norteamericanos, con el sol aún arriba y los sentidos despiertos. Era en nuestro comedor-estudio-living. Contestamos al unísono que no. Nos miramos. Sonreímos.

―A mí los celos me dan morbo ―completó. Yo miré hacia mi plato y mi esposa hacia mí.

Pasó la noche y por la mañana, mientras nos alistábamos, pregunté si esa tarde regresaría temprano. Siempre contestaba lo mismo:

―Lo antes que pueda, Amor.

«Amor» había reemplazado a mi nombre. Me molestaba, pero lo tomaba como un crédito a mi favor. Sabía que esa respuesta era un eufemismo para «tarde». Me dispuse a encontrar a Mara en los pasillos a la hora del almuerzo. Mi plan era reemplazar la caminata diaria por una entre la puerta de nuestro departamento y la de entrada, por la escalera. Eso me obligaba a pasar por delante del departamento de Mara quien, por cierto, jamás usaba el ascensor. Cuando temí que pudiera escapárseme mientras subía al segundo piso y bajaba de nuevo, limité mi trayecto a unos siete u ocho escalones de ese tramo. A la media hora ya estaba sentado, listo para pararme si escuchaba pasos en el vestíbulo de la planta baja. Nunca fue ella. Cuando la hora se volvió imprudente, entré a mi casa de mal humor. Poco más tarde llegó mi esposa. Cenamos y fuimos a la cama. Tal vez nos abrazamos. Dormí mal.

Al día siguiente repetí la rutina. En una de las primeras subidas me topé con Mara. Iba apurada. Me saludó con un beso y siguió su camino. La seguí. Balbuceé. No recuerdo la excusa, pero era algo de unas impresiones. Cuando seguir reteniéndola era demasiado forzado, la dejé ir. Supe que se había inquietado. 
Fui hacia el parque, contento.

Pasaron dos o tres días y Mara volvió a cenar con nosotros. Mi esposa se fue a la cama a estudiar y la música permitía hablar sin que ella escuchara.

―¿Qué fue lo del vestíbulo?

―¿Qué cosa?

―Vamos.

―Sabés lo que fue.

―Claro, por eso lo pregunto.

―Te confundes.

―No creo.

―No digo que no sea por mi culpa.

―No creo en la culpa. Hablemos.

―¿Ahora?

―Ahora.

―No digo que no lo haya pensado.

―No lo digas.

―Cuando estás nervioso te da la verborragia.

―Sí. Pero no estoy nervioso.

―Está bien. ¿Qué propones?

―Lo que quieras. Pero que sea enseguida.

El diálogo terminó sin estridencias y cada uno se fue. Al día siguiente yo estaba apocado. Traté de disimularlo, pero mi mujer lo notó y me endilgó un resfrío incipiente. Era marzo y yo nunca me enfermo en otoño. El arrepentimiento asume formas raras, pero la de esta vez era inédita. O quizás no fuese arrepentimiento, sino ansias. Siempre me angus-tiaron los deseos cumpliéndose.

Las torturas se sufren en el cuerpo, pero ―esto lo leí en alguna parte― se perpetúan en la mente. Es más profundo el miedo que el dolor. No hice más que pensar en los plan-teos eventuales de mi mujer, durante todo el día. Me preocupaba menos mentir que no advertir sus sospechas. Quería evitar a todo costo un reproche inesperado. Hice y destejí decenas de conversaciones. Lloré. Respiré hondo. Me sentí un imbécil y un superhombre. No pude leer, ni escuchar la televisión, ni cocinar. Dejé que las horas me traspasaran.

No vi a Mara sino hasta dos mañanas después. Nunca sabré si nos evitamos o fue casualidad. El encuentro fue en el ascensor. Ninguno de los dos solía usarlo. Yo arrastraba una molestia en el metatarso derecho y ella no sé. Más tarde eso abonó la teoría de la evitación, pero en ese momento solo me puse contento, o nervioso. Mara me saludó de palabra. Yo no atiné a besarla. Ella bajó en su piso y yo continué hacia el mío, pero no bajé. Presioné el botón para cerrar las puertas y luego el del primer piso. Golpeé su puerta. Abrió mi esposa.



 (Por cortesía de @arrobasmag)

*El escritor (@eltopoerudito) y el ilustrador (@cristianturdera) de este cuento,
de lunes a viernes comparten una viñeta en @ElTopoIlustrado.

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